Hacer visible lo invisible a través del discurso literario: el ejemplo de El espejo y la ventana (1967)
Making visible the invisible through the literary discourse: the example of El espejo y la ventana (1967)
Tornando o invisível visível através do discurso literário: o exemplo de El espejo y la ventana (1967):
David Macias Barres
Université de Lyon, Lyon, França
davidmaciasbujml3@gmail.com - https://orcid.org/0000-0001-5570-4986
Emmanuelle Sinardet
Université Paris Nanterre, Nanterre, França
emmanuellesinardet@yahoo.fr - https://orcid.org/0000-0001-5570-4986
Recebido em 14 de outubro de 2021
Aprovado em 02 de dezembro de 2021
Publicado em 22 de dezembro de 2022
RESUMEN
Para la academia y la crítica, Adalberto Ortiz (1914-2003) contribuyó a “hacer visible lo invisible”, es decir, a visibilizar el componente afro en la sociedad ecuatoriana, el cual, históricamente, en el proceso de construcción de un imaginario nacional, fue ocultado por el componente indígena, más aún cuando en el siglo XX se fueron imponiendo el movimiento indigenista y la llamada ideología del mestizaje cultural. Sin embargo, la novela El espejo y la ventana, redactada entre 1954 y 1956 y publicada en 1967, difiere de la novela a la que Adalberto Ortiz debió su fama de escritor negrista, Juyungo (1942). Efectivamente, lejos de narrar la lucha viril de un protagonista negro orgulloso de sus raíces africanas, El espejo y la ventana se construye en torno a una búsqueda identitaria angustiada, vivida como una serie de fracasos, la de un joven mulato, Mauro, que descubre que no es más que un “tentenelaire”. El presente trabajo analizará cómo la narración construye y despliega la figura del tentenelaire, ni negro, ni blanco, alejado del universo cultural afroecuatoriano con el que no logra identificarse por un lado, despreciado por una élite que se autodefine por su componente blanco por otro lado, por lo que nunca logra arraigarse y queda como suspenso “en el aire”. Se observará cómo y en qué medida la figura del tentenelaire le permite al autor explorar el mestizaje desde la perspectiva afrodescendiente, procurando, mediante lo literario y lingüístico, darle una mayor visibilidad.
Palavras-chave: Ecuador; afroecuatoriano; literatura; identidad; mestizaje; Adalberto Ortiz
ABSTRACT
For academia and critics, Adalberto Ortiz (1914-2003) contributed to “make the invisible visible”, i.e. to make visible the Afro component in Ecuadorian society, which, historically, in the process of building a national imaginary, have been hidden by the indigenous component, above all because during the 20th century when the indigenous movement and the so-called ideology of mestizaje cultural (cultural cross-breeding) were imposed. However, the novel El espejo y la ventana, written between 1954 and 1956 and published in 1967, differs from the novel to which Adalberto Ortiz owed his fame as a Negro writer, Juyungo (1942). Indeed, far from narrating the virile struggle of a black protagonist proud of his African background, El espejo y la ventana relate the story of a young mulato, Mauro, who seeks anguishedly his identity, described as a series of failures. He finally discovers that he is nothing more than a "tentenelaire". This paper will analyze how the narrative creates and unfolds the figure of the “tentenelaire”. He is neither black nor white -away from the Afro-Ecuadorian cultural universe, with which he cannot identify- and despised by an elite that defines itself by its white component. He never manages to take root and remains in suspense, "in the air". It will be observed how and to what extent the figure of the “tentenelaire” allows the author to explore the “cross-breeding” from an Afro-descendant perspective, seeking to give this part of a population a greater visibility, through the literary and linguistic domains.
Keywords: Ecuador; Afro-ecuadorian; Literature; Identitiy; Miscegenation; Adalberto Ortiz
RESUMO
Para a academia e a crítica, Adalberto Ortiz (1914-2003) contribuiu para “tornar visível o invisível”, ou seja, tornar visível o componente afro na sociedade equatoriana que, historicamente, no processo de construção de um imaginário nacional, foi encoberto pelo componente indígena, ainda mais quando no século XX se impôs o movimento indígena e a chamada ideologia da miscigenação cultural. No entanto, o romance El espejo y la ventana, escrito entre 1954 e 1956 e publicado em 1967, difere do romance ao qual Adalberto Ortiz deve sua fama de escritor negro, Juyungo (1942). Aliás, longe de narrar a luta viril de um protagonista negro orgulhoso de suas raízes africanas, El espejo y la ventana se constrói em torno de uma busca angustiada de identidade, vivida como uma série de fracassos, a de um jovem mulato, Mauro, que a descobre nada mais do que uma "tentenelaire". Este artigo analisará como a narrativa constrói e desdobra a figura do tentenelaire, nem preto nem branco, fora do universo cultural afro-equatoriano com o qual não se identifica por um lado, desprezado por uma elite que se define por seu componente branco por outro lado, nunca consegue criar raízes e fica como um suspense "no ar". Será observado como e em que medida a figura do tentenelaire permite ao autor explorar a miscigenação a partir de uma perspectiva afrodescendente, buscando, por meio do literário e da linguística, dar-lhe maior visibilidade.
Palavras-chave: Ecuador; afro-equatoriano; literatura; identidade; miscigenação; Adalberto Ortiz
Introducción
Adalberto Ortiz (1914-2003), autor ecuatoriano, forma parte del currículo de Lengua y literatura del Bachillerato General Unificado en el Ecuador (Ecuador. Ministerio de Educación, 2016, p. 38 y 103) con su novela Juyungo (1942). Por tanto, esta obra forma parte del patrimonio literario y es objeto de estudio en el ámbito educativo ecuatoriano, en particular cuando se aborda el realismo social. Y es que tanto la academia como la crítica consideran que este celebrado novelista, poeta y pintor, contribuyó a “hacer visible lo invisible”. Efectivamente, como lo indica Miranda Robles (2004, p. 1), permitió visibilizar el “componente afro” en la sociedad ecuatoriana, el cual, históricamente, en la construcción de un imaginario nacional, fue ocultado por el componente indígena, tanto más cuanto que el movimiento indigenista y la ideología del mestizaje cultural adquirieron mayor importancia hasta muy entrado el siglo XX. Así, el público meta de la actual educación pública en el Ecuador –más que un destinatario– es un sobredestinario, retomando el término de Amorim (2002, p. 9), ya que el texto se encuentra liberado de las limitaciones de su contexto temporal de producción.
Hay que tener presente que, al igual que otros países latinoamericanos, especialmente los andinos, Ecuador es un mosaico de pueblos diferentes, cada uno con sus propias manifestaciones culturales y lingüísticas. Cabe señalar que, en este mosaico, se encuentra la población afroecuatoriana, pero, a pesar de su exclusión y dominación, no fue objeto de las reformas que procuraron mejorar las condiciones de vida de los indígenas, a partir de finales del siglo XIX, con la Revolución liberal de 1895. Así, los liberales apenas la mencionaron en sus debates, estudios y ensayos, como si no fuera digna de interés. Dicho de otro modo, si bien formularon un “problema del indio”, no plantearon un “problema del negro”, como si éste fuese irrelevante. Motivo de tal invisibilidad bien podría ser que los afrodescendientes eran menos numerosos que los indígenas y se concentraron en zonas consideradas periféricas –el valle del Chota y la provincia de Esmeraldas–, lejos de las ciudades principales: Quito, capital administrativa, y Guayaquil, polo económico. Eso ocurre, sin tener en cuenta que los afrodescendientes tuvieron protagonismo en la gesta liberal: participaron activamente en las montoneras alfaristas y en la conquista del poder en 1895; luego defendieron la corriente radical en las montoneras de Carlos Concha, entre 1912 y 1916, contra la instauración del liberalismo oligárquico. En realidad, la invisibilidad de los afrodescendientes remite a su posición en el orden racial de la sociedad ecuatoriana: si bien el “indio” era considerado un ser inferior, se pensaba que era posible “civilizarlo” y que podía llegar a formar parte del cuerpo nacional después de un proceso de aculturación que lo “blanquease”. En cambio, el “negro”, categoría heredada de la Colonia que homogeneizó orígenes muy diferentes del África, encarnaba al “no ciudadano”. Aunque no lo afirmasen abiertamente los liberales, consideraban más difícil la redención del “negro” para la ciudadanía, pues sería menos apto para la “civilización” – cuando no daban a sobreentender que ésta debía pasar principalmente por “mejorar” la sangre y blanquear la piel. Por otro lado, ya que el concertaje sometía a los peones afrodescendientes a las mismas formas de explotación que los indios, era de estimarse que la abolición del concertaje también beneficiaría a los “negros”.
La invisibilidad del componente afroecuatoriano parece prolongarse en la de la afrodescendencia mestiza. El mestizaje indio/blanco representa la pauta para definir el mestizaje nacional. El autor que con más profundidad indagó en las modalidades de la construcción -difícil- de la identidad mestiza, Jorge Icaza, exploró la figura del cholo andino y la del chulla, o sea, mestizos con el componente indígena de la sociedad, en Cholos (1937) et El Chulla Romero y Flores (1958). Pero los personajes afromestizos o bien no existen, o bien son secundarios y carecen de verdadero protagonismo en la literatura ecuatoriana. A ese nivel, la novela El espejo y la ventana1, redactada entre 1954 y 1956 y publicada en 1967, es la única en el panorama de las letras ecuatorianas en procurar entender cómo se construye y cómo se vive el mestizaje afro. En la producción literaria de Adalberto Ortiz también es singular y representa una excepción, pues difiere netamente de la obra a la que Ortiz debió su fama de escritor negrista, es decir, Juyungo (1942), presente en el currículo del bachillerato, como lo indicamos. Cuando Juyungo (1942) narra la lucha viril de un protagonista negro orgulloso de sus orígenes africanos2, El espejo y la ventana se construye en torno a una suerte de vacío. Se trata pues de la búsqueda identitaria dolorosa y angustiada, vivida como una serie de fracasos, de un joven mulato, Mauro, que descubre que no es más que un tentenelaire. Ni negro, ni blanco, extranjero al universo afroecuatoriano con el que no logra identificarse, despreciado por una sociedad que se autodefine por su componente europeo, Mauro nunca consigue arraigarse y queda como suspenso “en el aire”.
A través del tipo y de la figura del tentenelaire, el mestizaje afrodescendiente viene asociado con la aflicción, la frustración y la vergüenza. Desde luego, apunta y denuncia a una sociedad donde prevalecen prejuicios racistas y clasistas. Pero, con fineza y agudeza, la narración también va explorando ciertos aspectos culturales del ser ecuatoriano –compartidos con otras sociedades postcoloniales latinoamericanas– cuando éste se ubica en la subalternidad racial y subordinación social frente a la otredad. Observa el proceso de interiorización de las miradas denigrantes en las que se originan los sentimientos de inferioridad y el autodesprecio del mulato, prohibiéndole toda valoración narcisista e impidiéndole así asumir una identidad propia. Este fenómeno es el proceso de “intériorisation de la domination” (interiorización de la dominación) observado por Bourdieu (1979; 1998) y por el cual las víctimas del mismo acaban aceptando su posición subalterna en la sociedad como normal y hasta justa. De hecho, el fenotipo negro funciona como un fatum implacable, como una maldición que necesariamente condena a Mauro al fracaso. Al mismo tiempo, la narración muestra unos mecanismos dialécticos destructores, en los que la víctima es también voluntaria, aunque no se dé cuenta de ello, al practicar formas de “desculturación” mediante estrategias inconscientes de “blanqueamiento” (Miranda Robles, 2004, p. 7). Esta contribución pretende estudiar los recursos discursivos –literarios y lingüísticos– de esta obra que permiten explorar el mestizaje desde la perspectiva afrodescendiente y, a la vez, significar la crisis identitaria del personaje principal, Mauro.
1. La figura del tentenelaire: un tipo literario del mestizo afrodescendiente
El espejo y la ventana ha sido considerada como una obra secundaria en la sustancial producción de Adalberto Ortiz, por no ser negrista: el tema no es la condición de los afrodescendientes, ni siquiera la cultura afroecuatoriana (HANDELSMAN, 2011), sino la personalidad de un afromestizo, Mauro, incapaz de pensarse a sí mismo como zambo o mulato. De esta imposibilidad surge la figura del tentenelaire. El término tentenelaire procura expresar lo que el mismo protagonista no logra definir, lo que no consigue poner en palabras a nivel enunciativo: lo que queda en “silencio”3. La imagen de su cuerpo reflejada en ese espejo, que le da parte de su título a la obra, no corresponde a la representación mental que Mauro asume de sí mismo. Mauro se ha criado con una abuela blanca y orgullosa de serlo, por lo que la imagen en el espejo es irreconciliable con el ideal de blancura de la abuela, y más generalmente de la sociedad ecuatoriana, invisibilizando su calidad de mestizo afrodescendiente. Mauro vive pues como un desarraigado, un extranjero a sí mismo, siendo su mestizaje una fuente de múltiples frustraciones y de una angustia ontológica, como lo demuestra la omnipresencia en la obra del campo semántico del miedo (preponderan términos como “nervios”, “angustia”, “tensión”, etc.) y del peligro (“tormentosa”, “conflictos”, “crisis” entre otros son frecuentes en el texto).
El mestizaje es una noción compleja, tal como lo evidenciamos en la América hispana, donde la posición social e incluso el triunfo se ven condicionados por el color de piel. Esto se conoce como pigmentocracia (LIPSCHUTZ, 1944), definida como una jerarquía social establecida en función del fenotipo, es decir, el color de la piel y de la apariencia. El Diccionario de la lengua española (de ahora en adelante DLE) de la Real Academia de la Lengua y de la Asociación de las Academias de la Lengua ofrece para mestizaje tres definiciones. Unas más dinámicas tal cual lo dejan entender los vocablos cruce y mezcla: (1) Cruce de razas diferentes; (3) Mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva. Otra, la segunda, más bien propone un significado más estático y resultativo: (2) Conjunto de individuos que resultan de un mestizaje. La noción de mestizaje hace, por ende, alusión a la hibridación y al producto de la misma. Como lo demuestran los cuadros de castas, durante la colonia española era importante clasificar a las personas en función de su “grado” de blancura con respecto a las otras “razas” presentes en la América española. Dentro de esta clasificación, el tentenelaire se encuentra entre las “castas” de menos prestigio, o sea, las de menor “sangre” blanca, donde también se encuentran los términos más disparatados, por ejemplo “no te entiendo”, o “torna atrás”. Para Richard (1970, p. 168), el tentenelaire es descendiente de un mestizaje más o menos complejo, que se encuentra atormentado, roto por sus complejos raciales o más bien “socioraciales”, retomando los términos del autor. Para él, esto imposibilita un equilibrio interno y una autoaceptación, evidente en el discurso literario de esta obra a través del personaje de Mauro. Adalberto Ortiz se apropia de este término para elaborar un tipo literario que, a diferencia de Juyungo, no consigue posicionarse dentro de la sociedad ecuatoriana del siglo XX por ser no sólo un mestizo sino además afrodescendiente. En Juyungo, existe otro personaje del tentenelaire, Antonio Angulo, y éste también sucumbe ante sus contradicciones y sus complejos “socioraciales” (Richard, 1970, p. 169).
La novela se apropia de la figura del tentenelaire para proponerse pensar el mestizaje en la sociedad ecuatoriana, visibilizándolo. La narración describe el origen de tal mestizaje como una unión inaceptable entre una blanca y un negro, una unión que no puede sino resultar funesta para los que de ella nacen, como lo confirman los fracasos que experimentan no sólo los hijos de la pareja sino también el nieto y principal protagonista, Mauro, como lo mostramos a continuación. Doña Luz es una niña blanca de buena familia que se casó, a pesar de los reproches de sus parientes, con un rico negro colombiano, Artemio Calderón. Artemio es en realidad un zambo4, pero poco les importa el grado de negritud a los parientes de la novia, quienes lo definen como “negro”, por estimar que nada, ni siquiera su fortuna, puede llegar a “blanquearlo”, aunque sea simbólicamente: “Artemio Calderón será más rico, decían, pero no deja de ser negro; aunque la mona se viste de seda, mona se queda” (Handelsman, 2011, p. 85). Doña Luz no sólo es socialmente despreciada por este matrimonio, sino que parece responsable de una forma de pecado original que precipita a todos sus descendientes a la desdicha. Cierto es que las desgracias de la familia Calderón ilustran las relaciones etnosociales asimétricas que rigen la sociedad ecuatoriana a finales del siglo XIX. Con todo, el propósito de El espejo y la ventana es mostrar la imposibilidad de pensar un mestizaje afrodescendiente valorizante y positivo en el Ecuador del siglo XX, a través del drama existencial de Mauro, figura emblemática de un tentenelaire moderno.
La trayectoria funesta de Mauro comienza ya desde su concepción. Durante el embarazo, el padre, Ovidio Lemos, traiciona a la madre Elvira, siendo la vida intrauterina de Mauro, que ni siquiera ha nacido todavía, una etapa difícil y penosa (WILKINS, 1995, p. 325). El feto comparte con su madre “una angustiosa etapa de celos. Camina que camina con las comprobadas infidelidades del marido, y ese aburrimiento que venía, de cuando en cuando, a la vida conyugal” (Ortiz, 1991, p. 82). Asimismo, el nacimiento de Mauro, en Esmeraldas en 1914, corresponde al momento preciso en que una granada destruye el negocio próspero del abuelo negro, arruinando a la familia:
Contaron los testigos que la primera granada disparada por el cañonero Constitución cayó, como predestinada, al que llamaron Mauro, decidiendo de su futuro, y arrasando la casa comercial de los padres de Elvira. (ORTIZ, 1991, p. 82)
De niño, Mauro nunca conoce la alegría infantil sino “hambre constante, languidez enfermiza e irrefrenables deseos de llorar” (Ortiz, 1991, p. 87). Es que el niño ha heredado la inestabilidad psicológica de su madre mulata, como lo sugiere el texto no sin cierta influencia naturalista: “[…] el fruto adquirió una constitución nerviosa y enfermiza” (ORTIZ, 1991, p. 82). Al evocar los fracasos de sus hijas, doña Luz alude a esa maldición de la que no pueden escapar sus descendientes y que se origina en su unión con Artemio: “¡Maldito vientre el mío! ¡Solamente he parido hijas perdidas!” (ORTIZ, 1991, p. 170). El mismo Mauro culpa explícitamente a doña Luz por sus desgracias, calificándola de “vieja tonta desmejoradora de la raza” (ORTIZ, 1991, p. 262).
La clave para entender las raíces del fracaso familiar y de su propio malestar se impone a Mauro como una revelación a la edad de 13 años, al jugar con amiguitos en el barrio acomodado al que se acaba de mudar, en el capítulo 9. Esta revelación cruel cierra la primera parte de la narración y marca el fin de la infancia de Mauro. Una primera voz narrativa, la voz del espejo, evoca la inocencia en la que todavía vive el niño:
Primera voz en el espejo
Hay en el mundo infantil solamente muchachos buenos o malos. El niño no ve diferencias sociales o raciales, si no se las inculcan los mayores. Ni cholos, ni chinos, ni negros, ni blancos existen para él, porque es puro e indiferente como la muerte misma. (ORTIZ, 1991, p. 145).
La segunda voz, la voz de la ventana, narra el incidente que significa la pérdida de la inocencia:
Rápidamente hizo amistad con dos niños que vivían en la otra acera, quienes le prestaban su bicicleta para que aprendiera a montar. A la sazón había cumplido trece años, cuando una señora elegante, luciendo valiosos dijes y collares, se acercó bamboleando su robusta humanidad y amonestó iracunda a los dos chicos:
- ¡Suban a la casa, inmediatamente! ¡Ya les he dicho que no deben jugar con cualquiera y menos con cholos y negros! (ORTIZ, 1991, p. 149).
Mauro, por primera vez, descubre su fenotipo:
Entró en casa aturdido y al mirarse las manos se notó la diferencia entre las palmas amarillentas y el dorso moreno. Ante el espejo, se sentía otra persona, por primera vez. Palpábase el pelo crespo, su cara no era blanca, en verdad. El espejo y él solamente. ¿Por qué no lo habría notado antes? La nariz un poco gruesa como la de su tío Roberto. Qué raro, nunca se observó de este modo. Solamente se había preocupado del desarrollo incipiente de sus músculos que observaba con frecuencia, pero estos detalles de la cara y de la cabeza le pasaron inadvertidos. (ORTIZ, 1991, p. 39).
A través de este juego de voces se pone en evidencia el rechazo racial que en adelante excluye a Mauro de los juegos infantiles. Funciona como una clave que le permite entender la sociedad en la que vive, así como la trayectoria de su familia en ella. Es que de repente toma conciencia de los valores que implica el color de la piel.
Mauro intenta adaptarse a su físico mulato, frente al espejo primero, observándose y acostumbrándose a su reflejo e imagen, frente a la sociedad segundo, haciendo suyo otro tipo de imagen, o sea, los estereotipos que proyecta sobre él una sociedad racista. De hecho, Mauro interioriza las miradas. Aunque enfermizo, piensa hacerse boxeador, como lo son muchos zambos y negros (Ortiz, 1991, p. 149-150). Pero tal adaptación a las expectativas de la sociedad ecuatoriana, por más torpe y limitante que parezca, le resulta imposible. La abuela blanca, doña Luz, cuyo nombre evoca el poder y la pujanza, sigue rigiendo su vida, impidiéndole aceptar su negritud y asumir plenamente su componente afro. Por lo que Mauro permanece en el aire, suspendido en una identidad indefinida e indefinible, en una “no identidad” mejor dicho, ni negro, ni blanco, tampoco mulato o zambo.
Recordemos que la autoritaria doña Luz, convencida de su superioridad, le impone al nieto mulato su propia visión del mundo, un mundo “blanco” occidentalocentrado. Así, antes de que la familia se mudara al barrio acomodado y “blanco”, doña Luz le tenía prohibido a Mauro salir con los vecinitos, invocando los mismos motivos racistas que le prohíben en adelante compartir los juegos de sus nuevos amiguitos:
No le permitían jugar con los chicos de la vecindad para que no adquiera malas costumbres y aprendiera soeces palabras. Barrio de gente humilde, mezclada con algunas de mala conducta. Entonces, él se asomaba agarrado a los barrotes de hierro oxidado, y veía un Guayaquil, hoy casi desaparecido, y que insensiblemente se va convirtiendo sólo en un pintoresco y depresivo recuerdo. (ORTIZ, 1991, p. 88)
La relación sentimental con Claribel podría propulsar a Mauro en un universo blanco donde echar raíces identitarias. Claribel es bella/“bel” y blanca/“clara”; podemos suponer que también es “bel”/bella por ser “clara”/blanca. Sin embargo, resulta ilusorio el blanqueamiento mediante la unión con Claribel. ¿Acaso el abuelo Artemio, el negro que se casó con la rubia Luz, no acabó fracasando, arruinado y muerto joven todavía? En realidad, Mauro sigue sintiéndose negro en presencia de Claribel. No puede escapar del significado de su nombre, Mauro, que –según el DLE– remite al “natural de la antigua región africana de Mauritania”, recordándole pues su origen afro, su parte negra, por más que intente olvidarla. Es más, Claribel lo abandona en un momento de gran vulnerabilidad, cuando Mauro se encuentra encarcelado. La traición amorosa reactiva las angustias identitarias del tentenelaire. Desesperado, Mauro intenta suicidarse. En vano, pues hasta en el suicidio fracasa. En el hospital, su madre le recuerda su condición de mestizo y el drama que significa no querer/poder asumirla: “¡Hijo mío! ¡Nunca debiste salir de donde estabas! […] Los espejismos traen daño, te lo dije una vez, y tú te reíste. ¡Pobre iluso!” (ORTIZ, 1991, p. 279). Desilusionado, Mauro opta por la pasividad: “Me gustaría más ser un espectador que un actor…” (ORTIZ, 1991, p. 282).
2. El tentenelaire según Adalberto Ortiz: ¿una figura autobiográfica?
Como dicho, con El espejo y la ventana, Adalberto Ortiz se aleja de la corriente negrista que le hiciera famoso. Recordemos que, desde la década de los treinta, Ortiz procuró valorar la herencia afroecuatoriana con poemarios como Tierra, son y tambor, redactado entre 1938 y 1939. En 1939, Gallegos Lara lo presenta como “el nuevo poeta negrista del Ecuador”. Con el Grupo de Guayaquil, en la década de los 40, Ortiz
encuentra en la unión proletaria y la lucha de clases la solución para superar la, para él, angustiosa e indefinida situación cultural e identitaria del mulato. El marxismo le sirve como espacio de síntesis para el multiculturalismo de la nación ecuatoriana. (MIRANDA ROBLES, 2004, p. 47).
Ahora bien, El espejo y la ventana va distanciándose de este compromiso estético y militante al privilegiar una escritura mucho más intimista. De hecho, acompaña el giro que da la novela ecuatoriana en los años 50 y 60, hacia un discurso de la introspección y temáticas más personales, relativas a la muerte, la soledad, la ausencia o el amor. La obra El espejo y la ventana propone un concepto bastante negativo del afromestizo a través de la figura emblemática de Mauro como un tentenelaire. Al respecto, podemos pensar que la narración se hace eco del fracaso –cuando no de la ausencia– de las políticas de democratización cultural, de apertura educativa y de inclusión social de la población afrodescendiente en la segunda mitad del siglo XX todavía. Pero, según declaraciones del mismo Ortiz, también puede expresar la propia dificultad del novelista en ser un mulato en la sociedad ecuatoriana, por lo que la trayectoria del protagonista también podría asumir un carácter autobiográfico5. Nos parece útil atrevernos a establecer un vínculo entre la experiencia de vida de Mauro (personaje) y el autor, basándonos en los datos biográficos de este último.
En realidad, como Mauro, Ortiz es mulato nacido en 1914 en Esmeraldas, durante la guerra civil que opuso las tropas de Carlos Concha, fiel a la línea radical de Eloy Alfaro, con las del gobierno de Leónidas Plaza. Como la familia de Mauro, la familia del autor pierde sus bienes en los combates y, venida a menos, debe migrar a Guayaquil donde difícilmente logra establecerse. Como la abuela de Mauro, la abuela de Ortiz es una joven blanca de buena familia, casada con un negro de origen colombiano. Como Mauro, Ortiz es abandonado por su padre y luego por su madre, quien también entra en un convento después de una crisis mística. Como Mauro, Ortiz es criado por la abuela y las tías, sin figura masculina en que apoyarse, conociendo a su padre al cumplir once años. Como Mauro, Ortiz descubre en un viaje a Esmeraldas la belleza feroz y feraz de la naturaleza tropical, pero al regresar a Guayaquil debe buscar empleo, porque las dificultades económicas de la familia no le permiten cursar la secundaria. Como Mauro, Ortiz trabaja en una fábrica de cigarros primero, como tipógrafo en una imprenta religiosa luego, pensando entonces hacerse sacerdote. Con la llegada de sus tíos a Guayaquil, igual que Mauro, Ortiz puede estudiar, mostrando un gran interés por la literatura, los ideales socialistas y el compromiso político. Pero igual que Mauro, Ortiz renuncia a la acción, incluso política, y opta por observar el curso de la historia antes que intentar transformarlo.
La posible dimensión autobiográfica de la narración explica la presencia de esa escritura intimista y las descripciones de sentimientos muy personales y contradictorios que hacen surgir la frustración social, racial e intelectual de un mulato en la sociedad ecuatoriana de la primera mitad del siglo XX. Al respecto, llama la atención el desenlace, o sea, el posicionamiento individual, individualista incluso, por el que el protagonista deliberadamente se pone al margen de la acción y renuncia a toda forma de compromiso. Tal desenlace resulta sorprendente en el contexto ideológico de las décadas del 50 y del 60, en el que el arte tiende a ser concebido por los intelectuales nacionales como necesariamente comprometido, cuando no revolucionario. Su falta de posicionamiento explica, tal vez, la recepción poco entusiasta de la novela de Ortiz y su relativo olvido poco después de su publicación en 1967. Y es que la figura del tentenelaire Mauro dista de un “ser ecuatoriano” orgullosamente mestizo.
En realidad, a través del personaje de Mauro, el autor expresa sus propias angustias:
Ortiz: Soy, yo mismo, el tentenelaire. Es un tipo que no es directamente mulato, es una coincidencia, una convergencia de diversas razas… Entonces no sabe si es negro, si es mulato o… En Cuba, por ejemplo, había muchas escalas de mestizaje. Hasta treintaidós, me dijo Nicolás Guillen -porque Nicolás era mulato-. Hay un tipo racial en el ser humano; entonces no sabe dónde ubicarse. Es el tentenelaire, que no sabe si pensar que es blanco, o mestizo, o indio… (Entrevista reproducida en María Rosa Pin, “Estudio introductorio”, in ORTIZ, 1991, p. 16).
El éxito de Juyungo en 1942 le brindó a Ortiz un reconocimiento que lo invitó a seguir una carrera literaria. Con todo, progresivamente, “su escritura empieza a abandonar temas y formas negristas hasta desaparecer completamente […]” (Miranda Robles, 2004, p. 48). Según Miranda Robles (2004), el alejamiento de la corriente negrista tiene que ver con la problemática negritud de Ortiz, con su dificultad de asumir su mestizaje afro, por su aspiración (inconsciente posiblemente) a blanquearse tanto social como literariamente:
Tratar de superar [temas y formas negristas] habla de la angustia de ser mulato. Según Argentina Chiriboga, no es casual que el blanqueamiento de su literatura coincida con su entrada en círculos tradicionalmente burgueses como la diplomacia. (MIRANDA ROBLES, 2004, p. 48)
3. El bildungsroman ecuatoriano de un tentenelaire
El fenotipo estigmatizante de Mauro y la vergüenza de sus orígenes africanos son los motores de la narración en El espejo y la ventana. Determinan la trayectoria social del protagonista, su evolución psicológica hasta el intento de suicidio, así como su decisión de retirarse del mundo y de sólo ser el observador pasivo de los acontecimientos. Al respecto, El espejo y la ventana se presenta como la novela de iniciación y aprendizaje de un mulato. Es el bildungsroman ecuatoriano del tentenelaire, mediante un niño que descubre, aterrado, frente a rechazos sucesivos, el funcionar de una sociedad que lo desprecia por el color de su piel.
Ya desde el título, la novela reposa en una estructura dual que muestra, a nuestro juicio, la incapacidad y la consecuente frustración del personaje principal de aceptar sus dos componentes étnicos y formar una unidad psicológica que goce de un buen nivel de autoestima. La novela consta de dos partes. La primera, “En el primer tiempo” –capítulos 1 a 10–, describe la niñez de Mauro como una sucesión de desilusiones afectivas, filiales y sociales. Las experiencias del chico vienen estrechamente vinculadas con los valores conferidos por la sociedad ecuatoriana al color de su piel, sin ser el niño consciente de ello y a pesar de sus esfuerzos por ser aceptado. Los desencuentros identitarios ya van dibujando a la figura del tentenelaire: discriminado en Guayaquil, Mauro tampoco se identifica con el universo cultural afroecuatoriano a pesar de haberlo conocido en un viaje a Esmeraldas con su padre, en el capítulo 8. Su condición de tentenelaire, ni blanco, ni negro, ni indio siquiera, emerge como un vacío, como “náa” para retomar un término que Ortiz utiliza en su poema “Antojo”: “Si te juntá con un blanco, / tu’sijo son casi negro, / tu’sijo son casi blanco. / Tu’sijo ya no son náa”6.
La segunda parte, “En el segundo tiempo” –capítulos 11 a 21–, se detiene en los recorridos de los miembros de la familia de Mauro reunida en Guayaquil. Por cierto, hacen eco redoblándolas con las desilusiones de Mauro. La tía Ruth, muy guapa, acaba siendo mantenida por un rico terrateniente blanco, don Manuel Gómez, quien la abandona cuando comienza a envejecer; resignada, Ruth debe aceptar el matrimonio con un antiguo pretendiente. El tío Roberto asesina a Ovidio, el padre de Mauro, por haber seducido y deshonrado a la tía Delia quien, por su lado, padece un aborto espontáneo, nuevo tópico de la ruina y de la destrucción. Por si fuera poco, Delia está considerada como muerta y es sepultada viva, agonizando de la forma más horrible al reganar conciencia después de su propio entierro. Roberto, el asesino del padre de Mauro, huye a Esmeraldas, no sin vender el negocio que había logrado establecer a duras penas, por un precio ridículo además, a su mejor amigo que lo estafa y traiciona. La ruina financiera y moral afecta a todos los parientes de Mauro. El tío Joaquín asume los rasgos del traidor, al distinguirse como “pesquisa” a las órdenes del poderoso y prepotente terrateniente que deshonró a su hermana, la tía Ruth. Joaquín espía a los sindicalistas, participa en la represión de las reivindicaciones obreras y se convierte en el instrumento y cómplice de los intereses de las elites blancas, vendiéndole a su propia gente, incluso a su propio sobrino. La abuela, doña Luz, acaba regresando a Esmeraldas después del fracaso familiar en Guayaquil, sola, arruinada, desesperada por la muerte atroz de su hija Delia y atormentada por la huida sin esperanza de su hijo Roberto.
Por su lado, Mauro entra en una relación amorosa con Claribel, la hija de don Manuel, que parece anunciar su aceptación en el universo “blanco” y la superación de sus complejos de inferioridad. Al mismo tiempo, entra en la lucha política con sus compañeros de la Facultad de derecho. Pero esta fase activa de compromisos sentimentales, sociales y políticos cede paso a una fase pasiva a raíz de dificultades y obstáculos que Mauro se ve incapaz de superar, cuando la policía lo arresta y encarcela, y después de que Claribel lo deje sin una palabra ni explicaciones para casarse con un descendiente de español, José María Contreras. El suicidio fallido que cierra la novela dice la impotencia, la insuficiencia y la depresión que afectan al tentenelaire. La única en salvarse del naufragio colectivo parece ser Elvira, la madre de Mauro, quien logra crear un nuevo hogar con un mecánico alemán. La blancura de la piel de éste significa para la mulata un destino diferente, como si la promesa de un porvenir posible sólo pudiera emerger fuera del universo afroecuatoriano:
[…] [que] el padrastro fuera un gringo alemán […] significaba un grado lenitivo y aristocratizante para este parentesco. Un blanco rubio extranjero en una tierra de mestizos es siempre una buena carta de recomendación porque cierta mentalidad colonial da por descontadas grandes virtudes y talentos innatos en los gringos, aparte del timbre de nobleza y orgullo que, entre algunas gentes rastacueras, constituye llevar sangre de europeo o norteamericano. (ORTIZ, 1991, 172-173)
La articulación narrativa dual de El espejo y la ventana contribuye a dar cuenta de la frustración y de la desdicha del tentenelaire. Cada capítulo está construido en base a dos voces diferentes y complementarias a la vez, la del espejo y la de ventana, que tejen –a nivel enunciativo– la dimensión polifónica de la novela y le dan, también, su título. La “voz del espejo” remite al inconsciente de Mauro y expresa sus angustias profundas, sus aspiraciones y obsesiones. Ahora bien, no habla en primera persona sino casi siempre en tercera, mostrando que Mauro no logra reconciliarse consigo y queda extranjero a sí mismo. La “voz del espejo” hace alusión también al encierro, en oposición a la “voz de la ventana” que haría alusión, más bien, a la libertad. Con respecto a eso, los campos léxico y semántico del encierro la asocian por lo general a la oscuridad, al miedo, a la tensión e incluso a la enfermedad, presentes sobre todo en la niñez de Mauro. En ese encierro, la luz de esperanza pareciera provenir de la abuela blanca, la pujante doña Luz, o del exterior. Es que el exterior, a contrario, aunque represente peligros, no sólo brinda claridad sino también alegría, juego, descubrimiento e incluso salud, tal como lo muestra la estadía de Mauro en la hacienda La Campana donde trabaja la tía Ruth: “Así la vida cobra para Mauro un encanto nuevo, a pesar de los espantables ‘cucos’ y trasgos que habitan el monte. […] Su salud se fortaleció y era libre.” (Ortiz, 1991, p. 119). En todo caso, si bien la “voz del espejo” abre los capítulos, luego se calla y desaparece hasta el capítulo siguiente. Nunca llega a dialogar con la otra voz, la voz de la ventana.
La “voz de la ventana” es la de un narrador omnisciente que da cuenta de los diferentes acontecimientos y giros, ocupando la mayor parte del espacio textual. Remite a la otredad y también al mundo objetivo e incluso consciente en que los protagonistas interactúan. Representa la instancia que ofrece un acceso al mundo, permitiendo escapar del ensimismamiento y, por tanto, de la depresión. Precisamente, tratándose de Mauro, las dos instancias son impermeables y no comunican la una con la otra. Resultan herméticas. El mulato reprime sus pensamientos profundos y sus angustias, los de la instancia del espejo. Como consecuencia, aunque procura inscribirse en el mundo de la ventana, necesariamente son vanos sus esfuerzos por actuar en y sobre él. Queda preso de un clivaje destructor que lo lleva a la pasividad y a la depresión, hasta desear suicidarse.
Con una gran habilidad, la construcción narrativa apunta al drama medular del tentenelaire, mostrando su fragilidad ontológica al evidenciar la disociación que le prohíbe adaptarse a la realidad y, por ende, a transformarla. Visibiliza una escisión que, en definitiva, lo incapacita a vivir en una sociedad por definición frustrante, la sociedad ecuatoriana de Ortiz.
4. La insuperable tensión voz-silencio
Contrariamente a Juyungo (1942), en El espejo y la ventana (1967) Adalberto Ortiz decidió construir una narración en la que predomina lo panhispánico –que suele definirse como la norma común para toda la hispanofonía (LAGARES, 2010, p. 101)–, tanto a nivel lingüístico como cultural. Nos atrevemos a proponer esto, dado que en la obra no se ponen de realce las particularidades de las hablas y de las culturas afroecuatorianas, sino las normas lingüísticas y culturales hegemónicas, es decir, las de una sociedad caracterizada por la “colonialidad del poder” (QUIJANO, 2000), que tiende a ocultar -o mejor dicho silenciar- los elementos que marcarían la pertenencia a un universo popular y aquí, concretamente, el afroesmeraldeño.
Existen en la narración, aunque minoritarios en el texto, elementos léxicos que funcionan como marcadores de identidad (MACÍAS BARRÉS, 2014, p. 2), cultural y lingüística: se pueden clasificar como ecuatorianismos. Remiten a la conformación de lo que se presenta, en el siglo 20, como la cultura “nacional”, una cultura blancomestiza que, si bien va absorbiendo ciertos elementos populares, indígenas y afrodescendientes, nunca pone en tela de juicio la centralidad y superioridad de las pautas occidentalocentradas: vocablos como “ñaño” y “afuereño” (ambos repertoriados en el DLE); vocablos que hacen alusión a la Sierra, “longo” (de origen quechua, repertoriado en el DLE con un significado de “adolescente”, aunque por extensión se utiliza para identificar, con connotación peyorativa, a los indígenas) y “huasipungo” (de origen quechua, no incluido en el DLE, tierra donde viven los peones de las haciendas de la Sierra); otros a la “provincia negra” de Esmeraldas7, como “guasa” (no repertoriado en el DLE, un sonajero), “marimba” (repertoriado en el DLE, especie de xilófono, de origen africano, construido con la caña guadúa local). También varios elementos léxicos se refieren en términos populares al universo urbano de Guayaquil: “abromiqueros” (no incluido en el DLE, persona que recogía los desechos humanos de las casas), “chapas” (en el DLE, agente de policía), “cachineros” (en el DLE, perista) o los “chulqueros” (no repertoriado en el DLE, prestamista). Sin embargo, estos marcadores no están claramente diferenciados ni singularizados: no están valorizados como elementos culturales sui generis, sino que se confunden para dibujar un telón de fondo popular que da un toque realista a una narración intimista. Además, llama la atención que los referentes culturales asumidos por el protagonista afromestizo sean los de un universo asociado con Estados Unidos y Europa, por ejemplo en la exaltación de la supuesta modernidad del universo urbano de la ciudad de Guayaquil (corazón económico del Ecuador).
No solo las voces narrativas tienden a silenciar los universos étnicos o culturales minorizados del país, sino que operan la mostración de referentes hegemónicos occidentalocentrados. Este distanciamiento con respecto a lo local y popular se ve reflejado en la voz narrativa de esta obra. Los recursos lingüísticos utilizados en la obra apuntan al panhispanismo: un uso “neutro” del idioma en conformidad con las normas dominantes, las mismas que son preconizadas por las élites, las cuales buscan promover su cultura presentándola como nacional cuando –en realidad– es la de la minoría en el poder. Los recursos lingüísticos revelan la manera en que se posicionan los protagonistas frente a su identidad racializada. La identidad lingüística de la voz narrativa se aleja de los sociolectos y dialectos propios del universo afrodescenciente y, de forma general, del habla de los sectores populares en Guayaquil, por lo que nos permitimos hablar de un “blanqueamiento” a nivel lingüístico asumido por los protagonistas afromestizos. Podemos interpretar esta estrategia lingüística como la voluntad de mostrar la “interiorización de la dominación” (Bourdieu, 1979; 1998), este fenómeno que induce a las víctimas de las relaciones de dominación a adoptar y hacer suya la mirada hegemónica, de forma inconsciente. Es otra manifestación de la colonialidad del poder. Al respecto, cabe subrayar la ausencia de un discurso comprometido social o políticamente en el El espejo y la ventana, por lo que esta novela difiere de la posición militante de la narración en Juyungo (1942). Es que el objeto del relato, en El espejo y la ventana, es precisamente observar desde adentro, desde la subjetividad de una individualidad racializada y subalternizada, la interiorización de los discursos dominantes.
En efecto, en esta obra, la voz narrativa se encuentra caracterizada por un uso normativo del español, no solo ocultando los lectos populares, sino inspirándose a veces en los giros lingüísticos presentes en los grandes textos de la tradición literaria española, la misma que cultivan las élites en el poder. Estos giros representan una variante diacrónica considerada como “clásica” y de prestigio que fue creando los cánones de la literatura nacional en el siglo XIX. Esta particularidad la podemos evidenciar a través del uso de la enclisis en ciertas oraciones independientes en el texto, característica sintáctica del español clásico:
(1) Créase o no, los recuerdos de Mauro alcanzan hasta su vida intrauterina. (ORTIZ, 1991, p. 81)
(2) Mauro quedose observando el polvo impalpable y flotante, descomponente de la luz solar de una mañana que se proyectaba a través de la reja […]. (Ortiz, 1991, p. 273)
(3) Júrame que no lo volverás a hacer, -suplicole Elvira. (ORTIZ, 1991, p. 282)
En estos contextos, se debería haber utilizado la proclisis: (1a) se crea (en vez de “créase”), (2a) se quedó (en vez de “quedose”) y (3a) le suplicó (en vez de “suplicole”)8. Sin embargo, el autor hizo la elección de acercar su texto, y por ende la voz narrativa, al español conocido como clásico y al universo cultural que éste supone, el de una elite social a la que aspiran pertenecer los sujetos subalternos en las sociedades coloniales y postcoloniales. Es este un fenómeno de colonial mimicry o mimetismo colonial, en palabras de Homi Bhabha (2007):
El mimetismo colonial es el deseo de un Otro reformado, reconocible, como un sujeto de una diferencia que es casi el mismo, pero no totalmente. Lo que quiere decir que el discurso del mimetismo se construye alrededor de una ambivalencia; para ser eficaz, el mimetismo tiene que seguir produciendo su desplazamiento, su exceso, su diferencia. La autoridad de ese modo de discurso colonial al que he llamado mimetismo está pues afectada por una indeterminación: el mimetismo emerge como la representación de una diferencia que es en sí un proceso de negación. Así, el mimetismo es el signo de una doble articulación; una estrategia compleja de reforma, de regulación y de disciplina, que “se apropia” lo Otro de momento que visualice el poder. (BHABHA, 2007, p. 144 – la traducción es nuestra)
El colonial mimicry supone, según Bhabha (2007), una “ambivalencia” identitaria, una “indecisión” que está en el centro de la narración. Lo muestran las verborreas de la voz narrativa, que producen confusión en el lector, pero que no son sino la manifestación de la confusión del protagonista, perdido entre diferentes identidades culturales, asignado a una identidad –subalterna y racializada– en la que no logra –y no quiere– reconocerse. El uso de la paranomasia, de la aliteración y de oraciones en forma de un continuum en las que las palabras terminan uniéndose, se produce cuando surge una dificultad o un dolor agudo:
(4) […] quemellenadetedioydeplaceresagotadores-primitivos-previso-primarios-primate-orate-frates-prisioneros sin pris-sin-to-má-ti-ca-men-te-se-di-ce-creo… (ORTIZ, 1991, p. 126)
(5) […] abriendo puerta tras puerta y-nada-detrás-de-cada-puerta. Nada. (ORTIZ, 1991, p. 127)
(6) Claribel, ésta es la tumba que tamba, la tomba en tómbola refrescada por las olas. (ORTIZ, 1991, p. 127)
(7) Disgusto, discurso, disguro, dismudo, distinto, dismudo. (ORTIZ, 1991, p. 254)
Estos ejemplos apuntan hacia la dificultad del protagonista, Mauro, de poner en palabras lo que siente, de construir enunciados que reflejen sus sentimientos en momentos de tensión que surgen del cuestionamiento identitario. Es que el reservorio lingüístico y cultural a su disposición para expresar lo que está viviendo es el reservorio modelado por la cultura hegemónica, la misma que silencia las voces otras, las palabras otras, otras formas de enunciación. Mauro no tiene a su disposición las herramientas lingüísticas que le permitan dar cuenta fielmente de su experiencia, pues éstas no existen: la voz narrativa asume aquí un intento por “decir” lo que las palabras disponibles no pueden decir, reformulando lo existente, distorsionándolo incluso. En un primer tiempo, niño todavía, Mauro se ha construido conforme al discurso hegemónico “blanco”, en base a los discursos de doña Luz, la abuela “blanca”, y asumió plenamente este lenguaje haciéndolo suyo; pero, en un segundo momento, cuando se da cuenta de su “diferencia” –en palabras de Bhabha (2007)–, este lenguaje resulta inadaptado. Se produce un desfase que hace evidente la impotencia del lenguaje aprendido, lo que le impide a Mauro “decirse” y, por ende, a encontrar voz propia. No le queda otra salida que la de recurrir a un lenguaje hegemónico traicionero y escurridizo, el del universo blanco que lo invisibiliza y lo silencia, lo que lo mantiene en una situación de desgarro e inadaptación en una sociedad regida por la colonialidad del poder.
Esta lucha constante y difícil por llegar a visibilizar a un ser invisibilizado mediante palabras inadecuadas que son partícipes de la invisibilización la subrayan también las repeticiones omnipresentes, al poner de relieve acciones siempre penosas y que necesariamente se alargan:
(8) El padre de Mauro, Ovidio Lemos, se marchó con los revolucionarios, más allá de aquel estero, más de esa hondonada, más allá de las colinas, más allá de este gran valle, mucho más allá… tramontando, tramontando, tramontando. (ORTIZ, 1991, p. 84)
(9) Afuera llovía, llovía y seguía lloviendo. (ORTIZ, 1991, p. 93)
(10) Y hablar y más hablar… (ORTIZ, 1991, p. 112)
(11) Tejía y tejía. (ORTIZ, 1991, p. 171)
Tales recursos lingüísticos y estilísticos contribuyen a poner en evidencia una trayectoria del fracaso, la de un bildungroman al revés, en el sentido de que la iniciación del joven no desemboca en su agentividad, sino al contrario, en la negación de ésta, en una pasividad asumida, como visto anteriormente: Mauro se encuentra como estancado, sin posibilidad de evolución para mejor. Termina siendo “espectador” de su propia vida, entregándose a la pasividad y al silencio. Acaba resignándose a la posición que le impone la colonialidad del poder: acepta permanecer invisible.
Conclusión
Al terminar la secundaria y al salir de la adolescencia, Mauro pareció capaz de proyectarse a futuro activa y positivamente. Aunque sin llegar a aceptarlo plenamente, ya no estaba obsesionado por el color de su piel: “Olvidaba su propia hibridez, que en su pubertad lo atormentaba” (ORTIZ, 1991, p. 193). Su madre incluso imaginó para él carreras prometedoras: “¿Derecho? ¿Ingeniería? ¿Medicina?” (ORTIZ, 1991, p. 193). Pero Mauro siempre ha vivido su componente afro como un dolor, por lo que no puede escapar de su condición de tentenelaire. Según la obra, la trayectoria identitaria del tentenelaire es por antonomasia incompleta e inconclusa. Por consiguiente, Mauro no puede sino acabar donde comenzó, en el punto de partida de la narración, i.e., en una suerte de limbo que remite al “limbo” de su vida intrauterina, cuando en el primer capítulo, la voz del espejo declaraba: “No ver, no oír. Testigo ciego de una era de silencios y omisiones (…).” (ORTIZ, 1991, p. 81). Y es que Mauro pasa de un encierro a otro (i.e. el del útero, el del departamento en Guayaquil, el de la fábrica, el de la cárcel), como si su condición de mestizo afrodescendiente lo mantuviera preso y roto a la vez, incapaz de sentirse totalmente libre de complejos y completo psicológicamente. Pareciera pues no haber evolución en el tiempo, yendo de un fracaso a otro.
El espejo y la ventana explora desde lo afroecuatoriano la cuestión del mestizaje, una temática que la literatura nacional venía discutiendo desde la perspectiva indígena. Jorge Icaza ya define el mestizaje como un desarraigo en la novela Cholos publicada en 1937, estando “la conciencia de diferenciación racial” (LORENTE MEDINA, 1980, p. 272) en el centro de toda su narrativa. Asimismo, Corrales Pascual (1974, p. 149) presenta la obra de Icaza como “la novelística del mestizaje como problema racial, sociológico y humano”, expresión que adecuadamente describe el enfoque desarrollado por Adalberto Ortiz en El espejo y la ventana. El tipo del tentenelaire en cierta medida recuerda al tipo social y cultural del chulla, que Jorge Icaza retrata en su séptima novela publicada en 1958, El chulla Romero y Flores. Pues, en palabras de Icaza, “el chulla es ese personaje que trata de ser alguien despreciando lo que es, y por eso da con lo grotesco y tropieza con la tragedia”9. Es que, en ambos casos, el discurso literario procura indagar y sondear lo más profundo de unas identidades todavía problemáticas, que pretenden medrar a través del “blanqueamiento” cultural, sin conseguirlo. Al mismo tiempo que evidencia la colonialidad del poder mediante los prejuicios racistas y sus efectos destructores, examina una realidad que no es sólo social y cultural sino existencial. Así, esta obra brinda al mestizo afroecuatoriano, una entidad silenciada en/por el discurso dominante, una mayor visibilidad.
Referências
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Notas
1 Para este trabajo utilizaremos la edición 1991 de Libresa, que figura en las referencias bibliográficas.
2 Ver La pluma mensajera: ensayos de literatura latinoamericana (Bellini, 2002).
3 Para retomar el término de Amorim (2002).
4 Un mestizo entre indio y negro.
5 “Pin: - Ud. solamente relata una experiencia, en una de las entrevistas que le han hecho, sobre cuando lo menoscaban en un nombramiento municipal, por el hecho de ser negro, a pesar de sus méritos…
Ortiz: - A mí me pasó eso. Con un personaje pantorrilludo que es prohombre de Guayaquil, ¿cómo se les dice a estos…? Patricio… Me rechazó una recomendación del “Pavo” Freire para nombrarme Bibliotecario Municipal. Dijo que cómo le iban a dar la Biblioteca Municipal a un negro.”
(Entrevista reproducida en María Rosa Pin, “Estudio introductorio”, in ORTIZ, 1991, p. 16).
6 Citado por María Rosa PIN, “Estudio introductorio”, El espejo y la ventana, p. 11.
7 “Se estima que en Esmeraldas puede haber más de un 50% de población de origen africano, siendo considerada como la ‘provincia negra’ del país”. (Fernandez Rasines, 2001, p. 191)
8 Como lo indica el Diccionario Panhispánico de Dudas (2005): “Los clíticos se anteponen, en el uso corriente, a las formas simples de indicativo: Te lo advierto: me voy. En la lengua escrita, generalmente a principio de oración o después de pausa, aparecen a veces pospuestos: “Como si adivinara mi pensamiento, díjome al punto: ‘La verdad es desnuda’” (RBastos Vigilia [Par. 1992]); la expresión adquiere entonces un tono arcaizante, que solo está justificado si la intención es recrear el lenguaje de épocas pasadas.” Las negritas son nuestras.
9 Jorge Icaza en una entrevista a Claude Couffon, “Conversación con Jorge Icaza”, en Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, París, agosto de 1961, citado por Menard (2010).